miércoles, 16 de julio de 2008

SIN FECHA, ESPACIO NI TIEMPO...

(A Jhon, a Gustavo, a Franco, a miles)

Más de 40 años, y me pregunto ¿Qué es un pueblo? Pregunta equivocada. Yo sé que es un pueblo; sabiendo que es un pueblo, pienso en el mío, me desnudo de falso patriotismo y de nacionalismos baratos, y pienso en Colombia, en su historia, en sus rostros y en palabras.

Suspendo un instante la tradición, la armonía y el calor de quienes la habitamos, me alejo del semblante sano del país y camino hacia lugares lejanos, terrenos que no figuran en la cobertura de la propaganda comercial, zonas que no tienen marquilla en los mapas patrocinados. Ya en estos lugares desconocidos mi piel se eriza al oír historias que parecen leyendas, me cuentan de hombres convertidos en fieras, me dicen que llegan, azotan la vida, la tierra y se marchan. Comprendo la sangre que tiñe el paisaje, asocio el olor perturbador con imágenes atroces, me cuentan y lloran el olvido de sus hermanos, contrapuesto al constante recuerdo de violaciones permanentes, de vejaciones, de humillaciones. Al igual que ellos no encuentro una razón, es más, pienso que es la ausencia de ella la que permite la barbarie de esos seres, y la indiferencia nuestra.

Solo anulando mi pensamiento –como si esto fuese posible- me cabe aceptar la maldad de los hombres, solo viviendo sonambulamente me es posible creer en su existencia… Pero ni así puedo borrar rastros de miseria.

Las carnes descompuestas que se pegan a mis zapatos, los fantasmas de huesos que regados por el campo verde, o el bosque obscuro reclaman regreso a su hogar. Ante mi vida, ante mi historia, ante mi paisaje, permanecen infaliblemente las victimas de eternos conflictos, crímenes cometidos por atroces salvajes, que creen poderlo todo con el siempre cruel poder de las armas.

Los caminos recorre la patria. Deja atrás su legado, los queridos compañeros de vida deben ser abandonados en ríos púrpuras, los oídos se acostumbran al sonido truhán de las balas, los infieles ojos permanecen adoloridos por lo que ven. Son testigos. Eso también duele.

Desde esos lugares lejanos, cuando todos los sentimientos me invaden, donde el llanto se expande, donde el malestar mancilla mi alma, cuando logro idear algo, me aturdo en la idea del absurdo. No comprendo tanta ignorancia, tanta violencia. El eco de la fuerza, la brutalidad tan impactante, tan triste, tan enormemente desgarradora. Pienso en la libertad, en la dignidad en la vida, en las sonrisas, en el dolor, en las mentiras, en los velos; en las mascaras que traicionan al país. Pienso en la hipocresía de quienes reclaman nuestra confianza, en la avidez y avaricia de quienes nos sonríen todo un periodo para luego permitir que nuestros sesos adornen la maleza.

Finalmente caigo en mi burbuja, me alejo de esos distantes lugares, vuelvo a casa y siento un frió de acera, un hambre de días, una herida en mi cuerpo de violaciones pagadas (¡Ja!, como si se debieran) y otras tantas sin pagar, ya ni siquiera puedo respirar. Me golpean, me humillan, se ríen de mí, y me hablan el lenguaje predilecto de mis hermanos: Violencia y Conquista.

Ya no se que es poesía, he olvidado la magia de la música, no deseo más teatro, los libros no son ya lo suficientemente ingeniosos para superar los años de tortura que las generaciones sobrevivientes conocieron, y menos aun para mofarse de la insolencia de quienes la ignoraron, el consuelo de los cómplices, de los espectadores, de los conformistas. El consuelo de un pueblo que obviando esta sangrienta indiferencia sigue su curso al margen también de las zonas sitiadas no por mil hombres, sino por una especie entera. La plaga se expande, pululan sus virus, coja; pero llega, desmoronándose.

La miseria enseña qué es un pueblo: la ausencia de corazón.

VANESSA ESCOBAR

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